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art Viaje a bordo de mi mismo

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Viaje a bordo de mí mismo

Una reflexión sobre “turismo interior”, museos y educación

 

Por Daniel Castro Benítez

Ponencia ante el VI Encuentro Regional del Comité de Acción Educativa y Cultural para América Latina y el Caribe del ICOM. (CECA-LAC)

Centro León. Santiago de los Caballeros. República Dominicana

 

 

 

Durante un viaje, del cual no recuerdo si era de trabajo o de placer (extraña diferenciación, pues desde mi propia experiencia considero que cualquier desplazamiento conlleva en sí mismo un evidente contenido de placer), me encontré en la revista del vuelo que me llevaba o traía una breve reseña sobre un libro escrito por un escritor francés, y que describía una circunstancia muy particular de viaje. Ella, relatada en ese texto, y que venía muy bien para la edición de la revista de la aerolínea, consistía en un recorrido del autor por su propia habitación, como si se tratara de un largo periplo a otra región o país.

 

Sin arrancar la página de la revista, tomé nota de la referencia y del nombre del autor. Aunque el pequeño papel sobrevivió por un tiempo, ahora, cuando decidí usarlo para escribir esta ponencia, no apareció por ningún sitio, lo cual derivó en un desespero por no poder usar una referencia indispensable para la escritura. Sin embargo, y gracias a las bondades de otra de las geografías de la actualidad que nos permite viajar sin movernos de nuestra silla de estudio, decidí ingresar en un buscador con lo único que me quedaba de memoria con respecto a la perdida referencia: “viaje por mi habitación”. Y cual sería mi sorpresa cuando automáticamente la primera referencia fue precisamente lo que estaba buscando. Casi literalmente el título del escrito de Xavier de Maistre apareció en la pantalla: Viaje alrededor de mi habitación.

 

Maistre fue el hermano menor de un conde y filósofo llamado Joseph de Maistre, y nació en la ciudad saboyana de Chambery en 1763. Desde muy joven siguió la carrera militar y mientras servía para el ejército de Cerdeña, estando bajo arresto en la ciudad de Turín a consecuencia de un duelo, escribió esta que se considera su obra maestra. Seguidor de las doctrinas políticas radical-conservadoras de su hermano, luchó en contra de la anexión de Saboya a Francia, y a favor del ejército ruso. Vivió la mayor parte de su vida en San Petersburgo, con muy breves estadías en Nápoles y una estancia en París en 1839. Murió en San Petersburgo en 1852.

 

El texto de Maistre será contrastado aquí con otra obra literaria de la que presto parte del título del presente escrito.

 

Eduardo Zalamea Borda nació en Bogotá el 15 de noviembre de 1907 y fue, al decir de Hernando Gómez Buendía, una persona sorprendente, pues entendía la vida como un gran problema que ha de resolverse de una u otra manera, manera que, para él, cobró vida y forma en la escritura, que le interesó desde muy joven.

 

Pasó cuatro años de su vida en la Guajira, una península desértica al norte de Colombia, a donde llegó después de un intento fallido de suicidio en Barranquilla, otra ciudad del Caribe colombiano y un gran puerto por donde, se dice, entró la modernidad al país; suicidio del cual fue salvado por Gregorio Castañeda Aragón, un amigo. En la Guajira ejerció cargos administrativos en Manaure, lugar de producción salina; luego, a la edad de 21 años, regresó a Bogotá. Allí ingresó como reportero al periódico La Tarde, en donde publicó Bahíahonda, puerto guajiro, un poema que escribió cuando se encontraba en la Guajira, así como el texto Cuatro años a bordo de mí mismo. Memorias de Uchí Siechi Kuhmare, que habría de ser el preludio de su obra más conocida y que cambiaría su subtítulo: Cuatro años a bordo de mí mismo. Diario de los cinco sentidos.

 

Su mayor virtud como escritor radica en que exploró terrenos literarios hasta ese momento desconocidos en Colombia, ya que utilizó toda suerte de técnicas contemporáneas como la conciencia interior, la sensualidad narrativa, el lenguaje del cuerpo, etc., así como el ejemplo de escritores como James Joyce y Marcel Proust. Zalamea Borda murió en 1963.

 

 

Foto por Carolina Pabón

 

 Foto por Space Ritual

 

 

Estos dos autores, con otra serie de referencias que se plantearán mas adelante, son el preámbulo para realizar algunas referencias al concepto de turismo. Para el lenguaje español, en el Diccionario de la Real Academia de la Lengua, la definición es tan simple como la actividad o hecho de viajar por placer. Esta escueta definición contrasta con el Diccionario Webster que describe que las palabras turista y turismo fueron oficialmente usadas en 1937 por la Liga de Naciones, entidad que antecederá a las Naciones Unidas y con ellas al mismo Consejo Internacional de Museos (ICOM); pero la industria cultural, según lo refiere el Webster, es mucho más antigua que esto. Fue definida como el acto de viajar de la gente en períodos que rebasaban las 24 horas (lo cual parece que no contemplaba los viajes en un solo día a un lugar para luego regresar a casa), así como los viajes dentro del propio país.

 

El rey Jorge III de Inglaterra —continúa el Webster— es reconocido como el primer “turista”, pues acostumbraba tomar días libres regularmente en la localidad costera de Weymouth, más aún cuando su salud era precaria. Esto también nos manifiesta cómo la idea de turismo nace, así como la de museo, de entornos de élite y muy privilegiados, pues como una forma de actividad económica tiene una serie de parámetros básicos que la hacen posible. Y uno de ellos es, precisamente, un ingreso que permita gastar dinero en actividades no básicas, así como una disponibilidad de tiempo y la infraestructura adecuada para que lo anterior pueda llevarse a cabo.

 

La palabra tour, que se comporta como un galicismo tanto para el castellano como para el inglés, ganó gran aceptación en el siglo XVIII cuando el Gran Tour de Europa hacía parte de la formación de cualquier noble británico, y luego, por extensión, de cualquier intelectual europeo. Estos “grands tours” se llevaban a cabo para completar la educación de jóvenes en proceso de formación, actividad que buscaba llevar a estas personas a lugares de interés estético y cultural en periplos que terminaban en Italia, en la cuna de la cultura grecolatina. Pareciera que esta actividad tuviera aún una resonancia en algunos países latinoamericanos, donde al final de la educación secundaria o bachillerato se suelen organizar “excursiones” que quedan en la memoria de estudiantes e instituciones como cierre definitivo de ese momento de formación educativa.

 

Más adelante, el movimiento romántico buscaría no sólo la fuente grecolatina sino el pasado medieval en los paisajes de los Alpes, y con ellos las ruinas de conventos, claustros y catedrales, lo que daría gran impulso a ese nuevo humanismo centrado en el individuo y sus motivaciones afectivas, religiosas, filosóficas y existenciales.

 

No se puede olvidar, además, que esta actividad ligada al Gran Tour va a producir que la aristocracia británica fuera particularmente proclive a acumular y trasladar de un país a otro tesoros, obras de arte y objetos curiosos, que serían posteriormente la base de muchos de los grandes museos públicos y privados de Europa. Sin embargo, el turismo en el sentido moderno del término solo se desarrolló hacia finales del siglo XIX, cuando la idea del viaje de placer se hizo posible.

 

Nuevamente lo refiere el Diccionario Webster: fueron los británicos quienes desarrollaron la industria del ocio, por razones puramente sociológicas. Inglaterra fue el primer país europeo en industrializarse, lo que generó la posibilidad de ofrecer tiempo libre que compensara las jornadas laborales. Sin embargo, es de suponer que quienes primero se beneficiaron de esa nueva modalidad no iban a ser las clases trabajadoras, sino por el contrario los propietarios de fábricas, los comerciantes y la oligarquía económica, así como la nueva clase media.

 

Esta referencia a los orígenes de uno de los temas que nos convoca se hacía conveniente para plantear la idea central de esta ponencia: con la ayuda de la literatura y de la teorización reciente sobre los museos como instituciones y las diversas categorías de visitantes, no deseo proponer una aproximación obvia, sino por el contrario, tratar de analizar la tríada turismo, museos y educación, para reflexionar sobre una mirada endógena de la institución y sus prácticas, para que en ella encontremos las claves y elementos que activen la presencia de ese “extraño”, de ese viajero dentro de la geografía museal, y con ello intentar establecer nuevas relaciones de contacto e intercambio para el conocimiento mutuo y el enriquecimiento sensorial, cognitivo y afectivo en un contexto de cambio social y desarrollo.

 

Es por ello que deseo hablar de una tipología de “turismo interior”, que permita acercarse al museo de nuevas formas, donde cada palabra, cada espacio, cada propuesta pedagógica o educativa, no sea única, sino que suscite retos tanto para la institución misma como para quienes se encargan de diseñar dichas estrategias, así como la posibilidad de enriquecer de muchas maneras a ese turista, visitante, individuo, que al cruzar el umbral del museo, independientemente de su lugar de origen, llega compartiendo lo que cualquier extraño en un nuevo país, ciudad o región: la curiosidad innata.

 

Xavier de Maistre y Eduardo Zalamea Borda serán inicialmente nuestros acompañantes, por cuanto cada uno en su momento, circunstancia cultural y necesidad expresiva, diseñó para el lector universos particulares y llenos de posibilidades de interpretación. El primero, su propia habitación, que puede constituirse en un amplio universo, en una geografía donde cada rincón es un espacio para descubrir; y el segundo, un desierto —que es el paisaje que impera en la península colombiana— que por su amplitud y su vastedad invita a replegarse en sí mismo y con ello a escribir un diario sensorial, pero en el que es obligatorio mirarse a sí mismo como si uno fuera el horizonte y a pensar el propio ser como una geografía específica.

 

La invitación es entonces a que nuestro horizonte sea el museo, a que seamos sus visitantes, sus viajeros y turistas, y con ello nos podamos mirar a nosotros mismos —en un ejercicio de extrañamiento de los componentes de cada uno, museo y visitantes— , y con ellos participemos en una nueva relectura, para que se construyan las rutas para esa exploración y recorridos de resonancia y asombro. Considero que esta tarea debe además alejarnos de lo que recientemente ha sido ejercicio muy frecuente, y es haber instrumentalizado tanto a la educación como al museo, volviéndoles medios para un fin, y recordarnos que cada cierto tiempo debemos volverlos a ver, analizar y comprender (a cada uno de ellos) como fines en sí mismos.

 

Foto por Carolina Pabón

 

 Foto por Space Ritual 

 

El destino

Dice Estrella de Diego, ensayista y catedrática de arte contemporáneo de la Universidad Complutense de Madrid, que el concepto de museo está irremisiblemente asociado al de viaje, aunque la noción de viajar sea en sí misma escurridiza y ambigua, casi tanto como la de museo. De hecho se puede —dice ella— viajar por la propia ciudad, por la propia identidad, y se puede, sobre todo, viajar dentro de las ciudades ajenas viéndolas ya como propias, como si nunca fuéramos a dejarlas, convirtiéndolas de este modo en territorios de la rememoración, de los recuerdos privados.

 

De igual modo —continúa— “los museos pueden ser el lugar que reaviva esos recuerdos, un lugar al que se va en busca de sosiego, un sitio al que se llega a olvidar —que es en fin la única forma posible de recuerdo— y a percibir el mundo a través de unos ojos que nada tienen que ver con la mirada física. Es inútil acudir a los museos en busca de conocimiento, o en todo caso, ese ritual nunca forma parte de las pequeñas manías del viajero que ha elegido desposeerse de la mirada del historiador de las ideas, del experto, del semiótico…”.

 

Ese viajero sabe que lo importante no son nunca las cosas, sino el modo en el que se accede a las cosas; que lo importante no es el acontecimiento, sino el camino que conduce hasta el acontecimiento y el placer de recordarlo. Se trata de un placer indeterminado: estar en un sitio no estando, una libre asociación de ideas que el museo —igual que el viaje— potencia. Mirar sin mirar. Estar mientras estamos ya ausentes, en otro tiempo, en otra ciudad. Es la forma curiosa en que un acontecimiento nos devuelve otro que ocurrió hace ya tantos años.

 

Ese museo que todos creemos conocer, ese lugar para muchos silencioso, devocional, respetado, neutral, según sabemos a ciencia cierta, ha mutado sin embargo en otra cosa que aún nos sorprende. Y su transformación no es del todo cómoda, tanto para sus profesionales, como para sus visitantes; mutación que no deja de sorprendernos pues puede llegar a acercarse a alguna de esas “decodificaciones aberrantes” que el teórico de la comunicación Santos Zunzunegui (2003), citando a Umberto Eco, ejemplifica con el Fluggenheim Museum de la Ciudad Gótica de la película Batman. Lugar donde suceden cosas que en un museo tradicional serían impensables.

 

Museos imposibles, igualmente, como los enumerados por el ensayista y poeta venezolano Luis Britto García, quien reta a la imaginación con nuevas categorías, muy seguramente algunas de ellas más sugestivas y llenas de posibilidades que las ya emblemáticas colecciones de animales disecados, herbarios o trofeos de guerras y batallas que le hacen honor a la patria congelada en una vitrina.  

 

Ese Fluggenheim Museum, parodia de la marca Guggenhim, está lejos de otras no tan “aberrantes” definiciones de esta entidad, como la propuesta por la Asociación de Museos Surafricanos, o la que la Asociación de Museos Australianos ha realizado, y que marcan un contrapunto con la ya tradicional definición del ICOM, y dan cuenta inspiradora de la posibilidad de ejercer unas tareas de renominación y redefinición a partir de realidades locales, hecho que rompe por una parte con el eurocentrismo que ha sido uno de los talones de Aquiles de nuestra agencia internacional, a excepción, muy seguramente, de la ya emblemática mesa de Santiago de Chile de 1982, que desde América Latina le otorgó a la definición de la que hemos hecho mención un tono de largo y sostenido aliento social al mencionar al museo como una entidad “al servicio de la sociedad y su desarrollo”:

 

 

 

Un Museo es una institución permanente, sin fines lucrativos, al servicio de la sociedad y de su desarrollo, abierta al público, que adquiere, conserva, investiga, comunica y exhibe, para fines de estudio, de educación y de deleite, los testimonios materiales del ser humano y de su medio ambiente.
ICOM Definition of a Museum

 

Museums are dynamic and accountable public institutions which both shape and manifest the consciousness, identities and understanding of communities and individuals in relation to their natural, historical and cultural environments, through collection, documentation, conservation, research and education programmes that are responsive to the needs of society.

South African Museums Association

 

 

 

A museum helps people understand the world by using objects and ideas to interpret the past and present and explore the future. A museum preserves and researches collections, and makes objects and information accessible in actual and virtual environments. Museums are established in the public interest as permanent, not-for-profit organisations that contribute long-term value to communities.

Museums Australia - Ver más

 

Creo igualmente que esa iniciativa ya debería ser sustituida por otra de igual envergadura, para no quedarnos en nostalgias históricas, pues cuenta el continente americano en estos primeros años de este milenio de suficiente y renovada densidad intelectual para avanzar un paso más allá en una propuesta de nuevos museos para las ciudadanías del siglo XXI. Todo parece indicar que la reunión en Salvador de Bahía, en Brasil en el año 2007, que convocó a todos los países iberoamericanos, pudiera ser esa nueva propuesta que recuerda el cambio social y el desarrollo como una de nuestras tareas.

 

Con lo anterior hay entonces una primera invitación a traspasar esa idea de orden a partir de la línea fronteriza entre la diferencia y la similitud, de poner el objeto museo a la vista de todos, pero a la vez, tener la valentía de negar su “verdad” cada vez que traspasamos su umbral. Esa decodificación debe ser realizada con relativa frecuencia, no sólo por los visitantes, de quienes hablaremos más adelante, sino por los mismos profesionales que laboran en el museo, y que somos quienes primero nos acostumbramos a las cargas rutinarias del coleccionismo, la conservación, la divulgación y la exhibición, sin que nos quede muchas veces el tiempo de cuestionarnos por lo que hacemos y cómo lo hacemos al aceptar la definición del ICOM como la única verdad posible, y no permitiéndonos explorar nuevos sentidos en ella misma.

 

Se ha hablado mucho del museo como espacio de placer. Marta Traba, la crítica de arte colombo-argentina, auguraba ya en la década del 80 del siglo pasado un museo hedonista, que debía darle más cabida a un ejercicio que acentuara los procesos educativos y las actividades de deleite, como complementos a la visita a estos lugares de memoria. Inclusive, los definía con lugares de refugio, en ciudades que como Bogotá vivían un desbarajuste y una agresividad en sus espacios públicos y en sus procesos de desarrollo siempre caóticos y poco planeados, donde el exterior era hostil y el interior (del museo) invitaba a la amabilidad y al reposo. Ella tenía muy seguramente en mente gran parte de la transformación de muchos museos del mundo, que estaban desplazando su carácter de museos templo al de museos foro, para seguir el llamado de Duncan Cameron en su manifiesto (1971)  que causaría profundas transformaciones en las dinámicas museales mundiales (este análisis de los museos en la década de los 80 ha sido, por ejemplo, ampliamente abordado por Andreas Huyssen quien revisa la inserción de las políticas de mercado en la dinámica museal y sus consecuentes ventajas y desgracias). Vale la pena recordar que crisis, en su raíz griega (krisis) también trae implícita la idea de oportunidad y eso es lo que por fortuna ha comenzado a vivir el museo desde las últimas décadas del siglo XX.

 

Por otra parte, sin embargo, el museo tradicional se había visto abocado a desarrollar de sí mismo una imagen que correspondiera al pie de la letra con el discurso propuesto por él mismo (independiente de la disciplina que contuviera). Pero ya no en el tono de la famosa obra de Réné Magritte, de subvertir esa imagen con una negación de lo que representa (“Esto no es una pipa”) sino por el contrario para subrayar su propia tautología. La imagen de “Esto es un museo”, correspondía a un texto que igualmente repetía “esto es un museo”.

 

Dice Michel Foucault, cuando analiza la obra del pintor belga, que “el que una figura se asemeje a una cosa basta para que se deslice en el juego de la pintura (y yo gloso; en el museo) un enunciado evidente, banal, mil veces repetido y sin embargo casi siempre silencioso (es algo así como un murmullo infinito, obsesivo, que rodea el silencio de las figuras, lo cerca, se apodera de él, y lo vierte finalmente en el campo de las cosas que podemos nombrar: <<lo que veis es aquello>>".

 

Esta es una silla, esta es una mesa, esta es una espada, este es un cuadro. O esta es la ciencia, este es el arte, esta es la historia.

 

Y al ser una definición (la de museo) que junto con sus implicaciones y lugares comunes han corrido a lo largo del tiempo, con escasas modificaciones, como ese “lugar destinado para el estudio de las ciencias, letras humanas y artes liberales”, donde “se guardan varias curiosidades, pertenecientes a las ciencias; como algunos artificios matemáticos, pinturas extraordinarias, medallas antiguas, etc.” (Diccionario de Autoridades. 1734), ella ha quedado igualmente apresada muchas veces en su historicidad y en su encantamiento, y con ella la comprensión y aproximación de los visitantes, pues a ellos se les ha obligado al arrobamiento obligado frente a los grandes discursos. Por otra parte y aún con la intención de modificar (sólo levemente) algunas de sus funciones y misiones y poner un acento en la tarea educativa, el museo creyó que siendo benevolente con sus públicos tendría suficiente para lograr aproximaciones “divertidas” y por ende instructivas. El museo también cayó en la trampa del “aprender jugando”, que como binomio ha sido nefasto pues termina siendo igualmente conductista y acusador de un deseo exclusivo de impartir información.

 

Por otra parte, y en su necesidad de entrar en un diálogo directo con otros espacios de formación como las escuelas, terminó escolarizando sus espacios al adoptar las técnicas de la vieja práctica educativa, ya de por sí anquilosados por esa reiteración de ese <<lo que veis es aquello y no otra cosa>>, de tal forma que las salas y los espacios del museo fueron usadas en aras a la memorización y la copia de infinitos textos, así como del comportamiento controlado y para nada inquisitivo en el que no había cabida para la duda ni para la negación de esas verdades absolutas. Vale la pena recordar una cruzada en sentido contrario desarrollada desde Brasil en la década de los 90, que aún nos debe poner a pensar en los peligros de esa acción bienintencionada en su momento pero peligrosa en el presente; se ha emprendido entonces la tarea de “desescolarizar” a los museos, para que ellos mismos piensen su propia dinámica educativa, pero no desde la operativización de los procesos de memoria, sino para ir más allá de esa tarea y reflexionar en profundidad sobre lo que significa hoy en día educar en un espacio museal. Y de esto estoy totalmente convencido: ya entrado el siglo XXI, todo y cualquier museo debe ponerse en la tarea de definir cómo entiende su idea de educación (tal como lo hicieron en su momento los museos australianos y surafricanos con la entidad museo), ojalá rebasada y sustituida por un concepto más expandido y completo que debe ser el del acto comunicativo, insertado en su acción de cambio y desarrollo.

 

De esta forma, y para el caso contrario del “caligrama” original propuesto por Magritte con esa pipa flotante, en el que había “contradicción” entre dos enunciados, el uno gráfico y el otro escrito, considero que la tarea que debe ser el punto de partida del desarrollo de una actividad de goce, que muy seguramente puede derivar en una “decodificación aberrante”, es precisamente la tarea que lleva a cabo el niño cuando recibe un juguete nuevo. Una vez lo ha disfrutado unas horas, o días acaso, el principal trabajo radica en “deshacer el caligrama”. En ese caso, en descomponer el juguete; desarmarlo para descubrir su funcionamiento y mecanismo interno; saber cuáles son las fuerzas que lo hacen posible como objeto y como esencia.

 

Para el caso del museo tradicional, que parte de una tautología, tal como lo he descrito anteriormente, la tarea del ejercicio comunicativo-educativo es descomponer a la institución como texto y como imagen, que en su calidad de signos permiten que la palabra nombre y la línea fije una imagen. Negar primero de la imagen museo lo que su propio texto le ha subrayado secularmente y entonces iniciar desde ahí una aventura que nos deparará innumerables sorpresas.

 

Al estar el museo todavía demasiado preso en su forma, debemos liberarlo, por medio de tareas que en su interior lo minen y de esta manera en el estallido a través de esa tarea, reencontrarle nuevos sentidos no sólo a la entidad en su conjunto, sino a sus prácticas y procesos. En otras palabras, usar al museo como un palimpsesto en el que sea posible rayar una y otra vez la superficie para reescribir en él nuevos y cada vez más sugestivos mensajes y sentidos. O mejor aún, como un mapa como el que usa el viajero para orientarse, pero que por más que abarque en una sola mirada la totalidad de sus puntos, vericuetos y calzadas nunca será del todo abordado, pues tendríamos que vivir en esa ciudad o en ese espacio para poder recorrerlo en una vida, y aún así quedarían todavía muchos rincones sin explorar.

 

El viajero

 

 

“¡Hay tantas personas curiosas en el mundo!” dice Xavier de Maistre, y yo gloso que ese hay tantas, se convierte fácilmente en “todas las personas del mundo son curiosas”.

 

Es por ello necesario abordar ahora al público, el viajero, el visitante al que le debemos todos nuestros esfuerzos, y con el que creemos contar, pero al que nos cuesta trabajo entender porque lo seguimos viendo como la masa uniforme y sin relieve, como una imagen y un texto que no se niega ni se contradice en su enunciado.

 

Esto nos lleva a citar de nuevo a de Maistre, cuando relata que en su periplo se quemó sus dedos en la chimenea de su habitación:

En los primeros pasos que di al comenzar mi viaje, sin explicar con el mayor detalle al lector, mi teoría del alma y de la bestia. He notado —continúa—, por diversas observaciones, que le hombre está compuesto de dos partes completamente opuestas, pero tan encajados el uno en el otro o el uno sobre el otro, que es necesario que el alma tenga cierta superioridad sobre la bestia para poder establecer esa distinción.

 

Según uno de los más inquietos investigadores de las posibilidades comunicativas e interpretativas de la educación museal en América Latina, el mexicano Lauro Zavala (Zavala y otros, 1983),  existen variadas tendencias en la investigación contemporánea sobre la comunicación museográfica. Entre ellas, habría que mencionar, por su utilidad heurística —según la investigación de Zavala— el trabajo etnográfico coordinado por Eliseo Verón y Martine Levasseur en Francia, complementado por la aproximación de Jean Sebeok, en el que se observaron las rutinas más frecuentes en los recorridos que hacen los visitantes en los espacios museográficos, en particular en una muestra en el Centro Georges Pompidou de París, titulada “Vacances en France” en el año de 1983. En esta experiencia de observación se determinó la existencia de al menos cuatro categorías de visitantes: el visitante "pez" que camina por el centro de sala, observando lo expuesto desde una distancia invariable; el visitante "hormiga" que en cambio recorre la exposición siempre próximo a las paredes, atento a no perder la secuencia espacial; el visitante "mariposa" que se detiene en ciertos puntos que atraen su atención, a los que dedica mayor tiempo que al resto, y el visitante "chapulín" o saltamontes que va saltando de un lugar a otro, sin una lógica predeterminada y al parecer sin un criterio que determine sus decisiones, dejándose llevar por cada impulso súbito que despierta su interés.

 

Al articular esta tipología de visitantes con las dimensiones paradigmáticas de la experiencia museográfica en general, podría señalarse que el visitante "hormiga" espera agotar las propuestas de la museografía, enfatizando así la dimensión ritual de su visita; a su vez, el visitante "mariposa" presupone que la secuencia debe ser una experiencia de aprendizaje y dedica de manera selectiva su atención a los objetos que considera más relevantes para este fin. Por su parte, el visitante saltamontes presupone que la exposición puede ser lúdica, y disfruta creando un recorrido espontáneo y marcadamente personalizado.

 

Entre estos extremos, el visitante "pez" mantiene una distancia equilibrada ante todas estas opciones de recorrido; es más un observador de los otros visitantes que un observador de lo expuesto y con frecuencia es ambas cosas de manera simultánea. De hecho, este último tipo de visitante suele ser el estudioso de los procesos de comunicación, atento a las estrategias de interpretación propuestas por la exposición, así como a las estrategias de interpretación de los visitantes y a los otros elementos que definen a la exposición como algo irrepetible, como algo articulado en lo que podría ser llamado el “discurso museográfico” de la exposición”. Ello nos lleva a reconocer que el visitante, así como el viajero y el turista, no es único ni se comporta de manera invariable, como generalmente se cree.

 

Es necesario actualizar esta ya clásica caracterización derivada de la observación de públicos en la exposición “Vacaciones en Francia” con otra desarrollada por Omar Calabrese, filósofo italiano, en el año 2001, como un instrumento de gestión de un complejo museístico en Siena, Italia (Calabrese, 2003). En ella se han detectado la mayor cantidad de actitudes de los visitantes, para que con ellas mismas se diseñen “recorridos” susceptibles de satisfacer sus intereses potenciales.

 

La primera de sus taxonomías se organiza a partir de la combinación jerarquizada de las modalidades del saber, el deber y el querer y se declina en los siguientes tipos;

Curioso: es quien no sabe y quiere saber;

Aprendiz: no sabe y debe saber más;

Competente: ya sabe y quiere saber más;

Erudito: ya sabe y debe saber más.

 

Sin embargo el investigador determina que estas “modalizaciones” deben ser puestas en relación con otras actitudes con las cuales los visitantes se acercan al espacio museístico. Aquí se reconoce entonces al:

Indiferente: sin tensión;

Distraído: tensión genérica;

Alertado: atención;

Concentrado: tensión orientada.

 

De estas articulaciones se derivan entonces alternativas muy variadas y complejas que según el investigador deberían determinar qué “tipo” de espacio museístico se quiere privilegiar y por ende cuáles serían las estrategias más adecuadas para ello.

 

De aquí deducimos que las aborregadas visitas guiadas están mandadas a recoger, aunque haya todavía modelos educativos obstinados que, todavía escolarizados a la vieja usanza, las sigan privilegiando como la única alternativa de entregar a esos “alumnos”, a aquellos “no iluminados”, el saber asimilado en largos años de estudio “voluntario”.

 

Esta tipología se puede combinar igualmente con los estudios realizados en su momento por el Museo Albert y Victoria de Londres donde otros cuatro grandes tipos de visitantes fueron definidos y analizados a partir de investigaciones sobre el conocimiento y la percepción, o las propuestas de aprendizaje significativo desarrolladas por Kolb que no pueden ser descuidadas al caracterizar a nuestros visitantes a la hora de desarrollar propuestas museográficas.

 

Se suma a lo anterior igualmente otra reflexión que realiza Santos Zunzunegui cuando recuerda que como cualquier viajero o turista el visitante activa dos dimensiones en su presencia en el museo: la dimensión cognitiva y la emocional. Por lo tanto, a su vez, Calabrese propone identificar cuatro actitudes pasionales básicas como “orientativas de la búsqueda de configuraciones museológicas capaces de satisfacerlas”:

Apático: no quiere emocionarse;

Antipático: se emociona contra;

Simpático: se emociona con;

Apasionado: ya está emocionado.

 

El interés de esas tipologías desborda —lo dicen los teóricos mencionados— lo meramente sociológico para entrar de lleno en el terreno operativo de la gestión, ofreciendo un material extremadamente útil a la hora de rentabilizar los espacios culturales.

 

Estas propuestas —otras de las dimensiones que pueden dotar de nuevos o reiterados y poco críticos sentidos al museo— deben tener en cuenta que lo que todos sabemos es producido a través de nuestra interpretación de la experiencia individual pero también por medio de la prueba y del “refinamiento” en términos de reelaboración de la interpretación dentro de comunidades significativas o grupos sociales pares o desiguales por identificación o diferencia, respectivamente.

 

Este punto de vista comunicativo no concierne con la transmisión de mensajes a través del espacio para efectos de poder y control; la comunicación debe ser entendida entonces como un proceso cultural integral que conecta a gente entre sí dentro de marcos particulares de experiencia y como parte de un procedimiento ritual específico. Concierne con una producción negociada, más que a una imposición de significados. Significados entendidos como plurales, antes que singulares, abiertos a la negociación, diversos antes que unificados y vistos como algo legítimamente subjetivo.

 

Al colocar las teorías de aprendizaje con las de la comunicación en un solo nivel, y considerando baches históricos, podemos comenzar a ver tentativamente que durante 200 años o más, la tradición de una epistemología positivista, una teoría de aprendizaje didáctica y la transmisión, más no el compartir la comunicación, han prevalecido insistentemente y hacen de la entidad museo, una institución que en muchos casos se resistió a modificar ese criterio. Los aprendices o receptores del conocimiento transmitido han sido considerados igualmente pasivos cognitivamente y han sido catalogados como una masa no diferenciada. Pero sabemos que este panorama se ha modificado sustancialmente en el último siglo y en especial durante sus últimas décadas.

 

El reconocimiento de una diversidad cultural, que para efectos del arte y de la cultura en general tiene como resultado cada vez más complejos pero ricos campos de representación del mundo que nos rodea, así como el hecho de admitir que los públicos no son solo “uno” sino muchos, cada uno con un comportamiento particular, sea pez, saltamontes, mariposa o ratón-hormiga, reta a los museos, a los educadores y a sus prácticas a encontrar vías diversas e igualmente ricas en posibilidades para establecer esa comunicación y diálogo entre lo representado en sus espacios y la interpretación–especulación que surge de ese mismo intercambio. Gradualmente durante el ultimo medio siglo, y reduciendo el rango a los últimos 20 años, podemos identificar un movimiento en las teorías de educación y la comunicación hacia un reconocimiento cada vez mayor de los individuos como entes activos y quienes le otorgan sentido a sus entornos sociales, por medio de un igual reconocimiento tanto de puntos de vista plurales y a una legitimación de ellos mismos a través del diálogo y el intercambio. Esta comprensión del individuo se lleva a cabo no desde la proyección del mismo en entidades simbólicas y arquetípicas sean ellas artísticas, históricas o científicas sino desde una aproximación enmarcada en los postulados del pensamiento y la práctica constructivista.

 

Es entonces tal vez esta la manera como la galería Tate Modern de Londres parece estar entendiendo esta dinámica según leo en un reciente artículo de una revista en Colombia, en la que se comenta de la nueva oferta de recorridos en ese espacio londinense: en algunos de los nuevos impresos que se ofrecen a los visitantes, recomiendan entonces nuevas rutas en el museo, dependiendo de las intenciones del visitante. Si se va al museo en una primera cita amorosa, la Tate recomienda comenzar la visita por un cuadro titulado La Tentación, luego, dice el folleto, vaya a ver Candaules rey de Lidia: muestra a su mujer escondiendo a Giges, uno de sus ministros, mientras se va a la cama. La escena del cuadro es, sin lugar a dudas, perversa y erótica y según el cronista “va calentando el ambiente”. Otra, que osa burlarse de la misma institución museo, y podría hacer parte de esas “decodificaciones aberrantes” que hemos mencionado anteriormente, se llama “la ruta para el crítico instantáneo.” En ella sugiere una terminología específica que sustituye palabras comunes por otras de sentidos más rebuscados y actitudes como entrecerrar siempre los ojos frente a una obra, o hablar muy despacio, como con algo de dificultad y ronronear un poco. Y asegura que todos pueden quedar impresionados cuando la suma de todos estos factores se pongan en práctica.

 

Es pues un ejemplo de cómo un museo pone en ejercicio algunos de los elementos planteados anteriormente, y de los que queda un último componente que el mismo folleto sugiere: la ruta o el recorrido.

 

 

 

Foto por Carolina Pabón

 

 Foto por Space Ritual

 

 

 

El recorrido

Mi habitación está situada a cuarenta y cinco grados de latitud, según las medidas del padre Beccaria —dice Maistre— su dirección es de levante a poniente, formando un largo cuadrado de treinta y seis pies de lado que roza la muralla. Mi viaje contendrá sin embargo más, pues lo atravesaré a menudo a lo largo y ancho, o bien en diagonal, sin seguir ni regla, ni método alguno. Incluso haré zig-zags y recorreré y todas las líneas posibles en geometría si la necesidad así lo exige. No me gustan las personas que son dueñas de sus pasos y de sus ideas, que dicen: “Hoy haré tres visitas, escribiré cuatro cartas, terminaré esta obra que he comenzado”. ¡Mi alma está tan abierta a toda clase de ideas, de gustos, y de sentimientos; recibe tan ávidamente todo lo que se le presenta…! (Maistre, p. 17)

 

A partir de la descripción de Maistre, pareciera que nuestro viajero aplicara en él solo todas las tipologías comentadas anteriormente. Es inquieto o prevé ser inquieto. Tanto que en otro aparte describe la manera de viajar sin prisa, que no es otra forma que estar sentado en su cómoda butaca, sobre “la que me había recostado, de manera que las dos patas anteriores se habían levantado dos pulgadas del suelo, y balanceándome de izquierda a derecha, ganando terreno, había llegado inconscientemente muy cerca del muro”.

No terminaría nunca, si quisiese describir la milésima parte de los acontecimientos singulares que me suceden cuando viajo cerca de mi biblioteca; los viajes de Cook y las observaciones de sus compañeros de viaje, los doctores Bansks y Solander, no son nada en comparación con mis aventuras por este distrito único; por ello creo que pasaría ahí mi vida en una especie de encantamiento. (Maistre, p. 91)

 

Como lo vimos anteriormente, el elemento más importante en todo espacio museográfico y tal vez, por qué no decirlo, del desplazamiento en el viaje es el visitante o el viajero mismo. Hacia él está orientado o debería estarlo el esfuerzo de planeación, diseño, producción y evaluación que acompaña a todo proyecto museográfico. Más aún, sin su presencia y participación un espacio museográfico es un espacio virtual, que no tiene razón de ser.

 

El concepto de “espacio museográfico”, por su parte, hace referencia no sólo a museos de ciencia, tecnología, artes, disciplinas sociales y humanidades, sino también a las galerías de arte, las exhibiciones itinerantes, los módulos interactivos de los centros de ciencia (science centres), los espacios de experimentación para visitantes (discovery rooms), las recreaciones ambientales de carácter histórico o etnográfico (heritage centers) y las reservas ecológicas acondicionadas con fines didácticos.

 

La propuesta de análisis parte del reconocimiento de que toda experiencia museográfica del visitante puede ser estudiada a partir de su reconstrucción narrativa personal, y que esta experiencia está integrada simultáneamente por elementos que pueden ser agrupados en tres grandes categorías: rituales, educativos y lúdicos, las cuales corresponden, a grosso modo, a la temática, la retórica y la poética del discurso museográfico, que es en esencia igualmente el recorrido que el museo propone.

 

Una experiencia de visita satisface las expectativas de los museógrafos y del visitante en la medida en que los elementos mencionados se integran en una secuencia que puede ser reconstruida narrativamente por el visitante y que, sin dejar de ser individual (y por ello, irrepetible), refleja las expectativas generadas por el grupo específico al que pertenece el visitante (un determinado núcleo molecular o una determinada comunidad interpretativa), y es además un reflejo de la tradición propia de un determinado contexto cultural.

 

En este sentido, cada uno de los elementos de la experiencia museográfica se encuentra en permanente diálogo con el visitante, y a la vez el discurso museográfico, en su propia condición genérica, se encuentra en permanente diálogo con otras ofertas culturales, como la televisión, el cine, el teatro y los centros de recreación, con todos los cuales ha establecido, en las últimas décadas, relaciones intertextuales de carácter complejo, incorporando en su interior diversas estrategias provenientes de cada una de estas formas de la espectacularidad.

 

Así pues, toda visita a un espacio museográfico pone en juego, al menos potencialmente, distintas formas del diálogo: entre diversas áreas del equipo de planeación y producción; entre el espacio museográfico y otros espacios culturales; entre el visitante y el espacio museográfico, y entre el visitante y la comunidad interpretativa a la que éste pertenece o a la que deliberadamente o no puede empezar a pertenecer a partir de su experiencia museográfica, realizada en conjunción con otras actividades culturales.

 

Resulta lógico entonces que el estudiante de estos fenómenos exija el diseño de un modelo de análisis interdisciplinario y flexible, que incorpore los resultados de la investigación de campo (pero que no sea una mera interpretación de experiencias casuísticas), y que ofrezca estrategias de interpretación que permitan abordar tanto la experiencia individual de cada visitante como las condiciones más generales del contexto cultural en el que esta experiencia ocurre.

 

Es en este sentido en el que podría señalarse que toda experiencia museográfica, más que ser articulable en un discurso coherente y homogéneo, puede ser reconstruida a través del reconocimiento de diversas figuras.

 

¿Cuáles serán esas figuras, entonces? Las de los movimientos de las butacas de Maistre, o algunos de los epígrafes de capítulos de la novela de Zalamea como:

Partida. Iniciación de la línea. Viaje;

Hacia mi ciudad por el recuerdo;

La tempestad, y sin la llegada, iniciar de nuevo la partida.

 

Cada una de estas citas nos comprueba que en el ejercicio de viaje, así como en el del mismo recorrido en un museo, la ruta más obvia, la más predecible, pero por lo tanto la que deberíamos dejar en última opción, es aquella en la que el museo se comporta como un laberinto de una única entrada y una única salida.

 

Eso nos conduce a revisar brevemente algunas de las tipologías derivadas de esa mirada semántica, filosófica e incluso política hacia el museo y su comprensión como entidad de poder, de memoria, de historia y de cultura. Y con ello tener en cuenta por otra parte que hasta el comienzo del siglo XXI el museo en dichos análisis ha sido interpretado recurrentemente como un texto. Todavía queda pendiente cambiar ese modelo para abordarlo entonces bajo los parámetros que mueven a las nuevas generaciones y a la contemporaneidad, como es la imagen. Pero ese será tema de otro escrito.

 

Volviendo a esa idea inicial del recorrido que es el elemento correspondiente al acto del viajero, del turista, del visitante en el museo mismo, se hace imprescindible volver a mirar al interior de ese espacio, de esa geografía (tal como lo hemos venido llamando alternativamente hasta ahora) y de lo que la misma institución ha propuesto tradicionalmente como esas rutas de reconocimiento, en ese viaje a bordo de sí mismo.

 

El museo tradicional, la galería —lo estudia Santos Zunzunegui (2003)— plantea recurrentemente eso que arriba mencionábamos como un recorrido lineal de única entrada y salida. Y con esa idea nos desplazamos además a esa idea o concepto de laberinto, que comunicadores y semiólogos han aprovechado, tanto para entender al museo como para “decodificarlo”. Esa idea y no otra, porque indiscutiblemente el lugar museo, como una geografía, que será vivida, recorrida y reconocida por ese visitante viajero,  se presenta las mas de las veces como “ese recorrido tortuoso, en el que es posible o fácil perder el camino sin una guía”, y además, si usamos esa analogía, ese laberinto aún conservando su carácter “tortuoso” se construye de tal manera que el visitante siempre encuentre una salida, tanto en términos físicos como metafóricos. No sólo una, sino varias, como veremos más adelante.

 

Y con ello esta aplicación se ajusta al espacio museístico en general, por otro elemento: su carácter fascinante, que a su vez reclama la actividad exploratoria (en inglés, lo recuerda nuevamente Zunzunegui, labyrinth tiene como sinónimo maze, es decir, la perplejidad y el asombro, y que nos puede llevar a otra analogía transicional; del amazement al amusement).

 

Considero, por lo tanto , que la geografía del museo no debe ser tan obvia como lo plantea la tradición al proponer a ese visitante, a ese viajero expectante, una sola ruta, una sola entrada y una sola salida. Es pues, por medio de un renovado pensamiento educativo y comunicativo, que se debe actuar con un criterio concordante con pensamientos vanguardistas, y con una dinámica realmente integrada a las otras áreas del museo, y no sólo como el apéndice de la labor museal, como el museo debería proponer presentaciones museográficas novedosas, dispositivos comunicativos que potencien la experiencia del visitante, e inclusive que le puedan dar cuerpo a la idea de laberinto, incluso en su acepción germana: irrweg, que es literalmente el camino de los errores y de la confusión.

 

Ello se articula a la idea que le solicita Johannes Cladder, director del Museo de Arte Moderno de Frankfurt, a Hans Hollein, uno de los más reconocidos arquitectos contemporáneos: “Hazme un museo donde la gente pueda perderse”. Ello nos lleva a imaginar, de la mano de otro guía, Umberto Eco, otras tantas tipologías de laberinto (unidireccionales, manieristas y en forma de red), que de la misma forma encajan con la percepción y experiencia de museo, viaje, turismo y descubrimiento.

 

Igualmente, y cuando el laberinto rebasa su carácter puramente geométrico, hay también otras propuestas que están relacionadas con apariencias filiformes: laberintos de carácter arbóreo y otros de carácter rizomático.

 

Es muy probable que todavía no haya museos que deliberadamente aborden y trabajen sobre esas categorías, pero sí por otra parte, muchos museos que por su carácter sean laberínticos sin proponérselo. Los unidireccionales son muchos; me atrevo a afirmar que la mayoría en la que un Teseo solo tiene un hilo de Ariadna, pues son a su vez los más tradicionales. Queda por explorar si los “manieristas”, aquellos que presentan variadas opciones alternativas que conducen en su práctica a puntos muertos o ciegos, podrían ser los centros científicos u otra categoría tipológica. Estos en su diseño, materializan la idea de irrweg, en donde a su vez el mismo museo “provoca” al visitante; de una u otra forma lo invita a perderse.

 

No podemos olvidar, y aquí nos reencontramos con la novela de Zalamea, que Borges, ese otro protéico literato, recuerda que la forma más refinada de laberinto es el desierto, pues allí los puntos de referencia se pierden, o casi no existen; es un espacio y geografía casi privado de ellos, por lo cual ello nos conduce inevitablemente al terreno de la sensibilidad que deja atrás la angustia cognoscitiva, y que será la motivación del escritor colombiano cuando subtitula su novela El diario de los cinco sentidos.

 

Nuevamente repregunto, en este juego de relaciones, si el museo, en su labor educativa y social, sigue haciendo un juego exclusivo a la cognición, y está dejando a un lado la responsabilidad (independientemente del laberinto, del recorrido, de la especialidad que proponga) de activar los cinco y más sentidos, las más de una o dos inteligencias en ese contacto con las diversas formas de patrimonio que contiene.

 

Maistre de nuevo nos complementa estas reflexiones con una breve cita de su viaje:

Los muros de mi habitación están adornados con grabados y cuadros que lo embellecen singularmente. Me gustaría de todo corazón que el lector los examinase unos después de otros, para divertirlo y distraerlo a lo largo del camino que debemos recorrer hasta llegar a mi escritorio; pero es tan imposible explicar un cuadro como hacer un retrato parecido según una descripción.

 

Por último, y volviendo a los recorridos y sus tipologías en la forma de laberintos, nos queda por comentar la red, ese laberinto ampliable al infinito, que niega la distinción entre el adentro y el afuera y en el que cualquier punto puede conectarse con cualquier otro. Esta variante, denominada igualmente rizoma, cuestiona por una parte las jerarquías y las genealogías, por romper con la linealidad, admite en sí misma un carácter desmontable y reversible y crea un verdadero espacio de contradicción.

 

Al llegar a la idea de red y rizoma; al saber que ese carácter de laberinto rebasa el adentro y el afuera, llegamos a un punto clave en el cual y de manera evidente esas dos geografías de las que hemos venido hablando se unen: el museo es un mapa inscrito en una ciudad que es un museo, y uno y otro se interpenetran por el simple de hecho de ser lugares sujetos a ser descubiertos, explorados, vivenciados por un visitante, viajero, turista, explorador y curioso. Por consiguiente, ningún lugar y práctica en un mundo contemporáneo debería seguir haciendo juego a la exclusión y a ciertos tipos de especialización, que son en otras palabras, laberintos de una sola entrada y salida, predecibles en el fondo, obvios y por tanto no sujetos a la sorpresa, porque justamente la contemporaneidad nos demuestra que cada vez las fronteras son más y más porosas, y por ello la permeablidad igualmente cultural, institucional, educativa y por tanto conceptual debería estimularse vivamente. Ello nos lleva, para ir terminando el recorrido, a las reflexiones finales de este ejercicio en las que se tratarán dos estrategias que a mi juicio, materializan esa permeabilidad y le dan a los profesionales de todas las áreas y por consiguiente a quienes trabajamos en los museos, herramientas y posibilidades de construir y concebir propuestas innovadoras y poco complacientes con algunos modelos de tradición que limitan las posibilidades de experiencia de nuestros visitantes-viajeros.

 

 De esta forma podríamos darle respuesta a nuestro viajero Maistre cuando nos dice que:

¡Mi alma está tan abierta a toda clase de ideas, de gustos, de sentimientos; recibe tan ávidamente todo lo que se le presenta!…¿Y por qué rechazaría los gozos esparcidos en el difícil camino de la vida?”

 

Conclusión

Espero que Maistre nos haya ayudado a repensar el museo como un espacio que a veces debemos abandonar sin abandonarlo, y de esta forma volverlo a recorrer con ojos de director, educador o viajero curioso, y darnos cuenta de que en su interior hay mucho para redescubrir, así creamos conocerlo porque trabajamos en él.

 

Por otra parte, esto nos lleva a entender que ese Viaje a bordo de sí mismo, si se hace no sólo desde la cognición sino desde las rutas de la sensibilidad, nos deparará como a cualquier turista que se adentra por tierras extrañas, sorpresas de muchos tipos.

 

Ello si además reconocemos que los procesos de comunicación masiva se mueven cada vez más cerca de los procesos de comunicación interpersonal en campos comunicativos integrales y que esto se refleja automáticamente en los museos. Cuando las exposiciones eran entendidas como actos de comunicación igualmente unidireccionales en las cuales lo único que primaba era su razón científica y estética, ello parecía suficiente como una parte de la labor divulgativa y educativa del Museo. Ahora la comunicación está conceptualizada como un hecho más activo, que necesita del conocimiento de diversos estilos de aprendizaje, ver cómo responden los públicos, y cómo se aprende en diferentes edades del desarrollo, cómo procesan la información los diferentes grupos humanos, y con qué tipo de intereses vienen a los museos, así como la manera en que otros factores sociales, culturales e incluso políticos podrían inhibir o estimular el aprendizaje y la percepción.

 

El concepto de transdisciplinariedad pareciera ser la estrategia para comenzar a identificar a entidades educativas y culturales como los museos en su trabajo hacia el siglo XXI en Latinoamérica, regidas por nuevos paradigmas y por muchos de los puntos tratados anteriormente. La transdisciplinariedad —entendida de manera genérica— no se constituye —lo dice uno de sus teóricos más importantes—  como una nueva filosofía, ni menos como una nueva metafísica y mucho menos ciencia de ciencias, ni secta religiosa, sino como una postura de reconocimiento. Encaja a la perfección con muchos de los nuevos paradigmas en los cuales el arte, la educación y los museos hacen posible su labor,

...donde no hay espacios y tiempos de culturas privilegiadas que permiten juzgar o jerarquizar —lo más correcto o lo más verdadero— sino como un espacio de convivencia con la realidad y los entornos que nos rodean. Ella reposa sobre una actitud abierta de respeto mutuo y de humildad frente a mitos, religiones, sistemas de conocimiento, relegando cualquier tipo de arrogancia o prepotencia. En su esencia la transdisciplinariedad es transcultural. Las reflexiones transdisciplinarias navegan por ideas venidas de todas las regiones del planeta, de tradiciones, de culturas diferentes, es en esencia una ética de la diversidad. (Ubiratán, 1997) 

 

Estas ideas son las que se hace necesario poner en práctica en el espacio de nuestros museos latinoamericanos, caribeños, iberoamericanos, y que ya muchos han acogido como actividad cotidiana efectiva. Los principios de reconocimiento de los otros, de diversidad cultural, de espacios de convivencia, diálogo y comunicación, de la educación entendida como un proceso permanente, personal, cultural y social que se fundamenta en un concepto integral de la persona humana; conceptos e ideas, muchos de los cuales han quedado consignados incluso en las legislaciones de nuestros países, los cuales pueden ser puntos de partida propicios para entender y apropiar este concepto de transdisciplinariedad sin que se convierta, como muchas veces ha sucedido, en una camisa de fuerza o en una premisa hermética y acartonada.

 

Nuevos paradigmas por otra parte que pueden resumirse de la siguiente manera: el museo que pasa de ser un presentador autoritario a facilitador de la construcción personal del visitante; de ser un lugar “objeto-céntrico” a “idea-céntrico” y en el cual se pase del conocimiento a la narrativa. Instituciones de servicio público que, si bien antes estaban basadas en las colecciones, comienzan a desplazar su interés en la comunidad. De espacios elitistas a lugares que reconocen la diversidad; de ser auto-referentes a ser responsables frente a la sociedad, de ser lugares “reflejo de la sociedad” a ser agentes proactivos del cambio social.

 

Pero también todo ello se hace posible sólo bajo nuevos paradigmas que deben ser compartidos por todas y cada una de nuestras instituciones y centros culturales con sus instituciones pares, y sus respectivos públicos, en una dinámica acorde con el comportamiento del saltamontes, de acuerdo con la tipología de Verón/ Sebeok. Hoy en día el salto del chapulín mexicano es cada vez más extenso y posible. La globalización, en términos de comunicación, se hace cada vez más fluida y posible. La creación de redes y centros de intercambio de conocimiento y prácticas debe potenciarse no sólo a nivel físico sino virtual. Ello permitirá romper los cercos que durante mucho tiempo nos tuvieron anclados a experiencias limitadas y autistas. Ello debe darle cabida por último a la polisemia, así como a la transdiciplinariedad, como las opciones o las herramientas de trabajo de ese “niño en su tarea de desmontar” los discursos y las prácticas tradicionales que han anquilosado al museo.

 

La polisemia como la capacidad de darle nuevas y variadas lecturas a una disciplina, a una institución, a un individuo que se llama visitante, turista o ciudadano, y de esta manera a su vez darle cuerpo al rizoma del recorrido, pero ya en este caso, no sólo en el ámbito espacial, sino conceptual. Pues de nada nos sirve cambiar los continentes, si no podemos modificar los contenidos.

 

Felix Suazo comenta que a partir de una necesidad de insertar esa nueva práctica en el museo se crean igualmente nuevas tipologías del museo que explican la tensa relación existente entre la experiencia museística y la polisemia. Tendríamos tres modelos museísticos, a saber: el museo de la opacidad en el que tienen lugar las lecturas totalitarias de la tradición y del presente, ya sean analógicas o sincrónicas; él museo transparente, neutral, el imposible; y el museo inacabado, el experimental.

 

Los primeros —dice el escritor— se parecen mucho a los museos de historia, museos de cosas muertas; los segundos son quiméricos, ni siquiera imaginables o congruentes con nuestra conducta preceptiva actual; los últimos están por hacer y se sustentan en los datos de los primeros y en la inspiración utópica de los segundos.

 

Luego de flexibilizar sus programas y domesticar a las vanguardias, los museos —nos advierte— están en una encrucijada definitoria: ya no pueden custodiar y divulgar su patrimonio sin adulterar y manipular el significado "original" de las obras; tampoco pueden satisfacer la demanda educativa y recreacional de las audiencias sin reconocer que, en muchas oportunidades, el didactismo sofoca la polisemia.

 

Y puesto que el museo transparente es una quimera, quizá debamos sugerir la factibilidad del museo inacabado, ése en el que las lagunas y omisiones voluntarias desencadenan interrogaciones fecundas y donde la incertidumbre didáctica realiza una función de sabotaje frente a las lecturas totales. En otras palabras, el museo inacabado deja un espacio mayor para que ocurra la comunicación "accidental", previendo "vacíos informativos" que deben llenar las obras por sus propios medios —colores, trazos, texturas, etc.— y los espectadores con picardía. Un museo sin itinerarios rígidos, excepto aquellos que promueven las propias obras, con entradas y salidas múltiples y donde, en fin, la inflación semántica sea menor a la tasa de crecimiento polisémico.

 

Hasta donde hemos analizado la cuestión, esta es una sugerencia factible. Resta saber cómo, en definitiva, recibirían las audiencias esa entrada en una memoria sin marcas, ni fechas ni indicaciones.

 

Lo que sí es cierto es que tal vez esas entradas y esa “ausencia de información” se deban contrastar con unas reflexiones que hacía Carlos Fuentes, en el prólogo de un estudio llevado a cabo por el Programa de las Naciones Unidas para el desarrollo a final del siglo pasado, titulado: “Educación. La agenda del siglo XXI” (1998).

 

Decía Fuentes:

“La sabiduría clásica nos dice que de la diversidad nace la verdadera unidad. La experiencia contemporánea nos dice que el respeto por las diferencias crea la fortaleza, y su negación la debilidad. Y la memoria histórica nos confirma que en el cruce de razas y culturas está el origen de las grandes naciones modernas. No hay una Francia puramente gala, ni una Inglaterra nacionalmente feliz porque sólo la habiten los druidas.

 

Y continúa:

¡No tiene la América Latina la inteligencia, la voluntad necesaria para integrar y fortalecer a sus naciones protegiendo y alentando su pluralismo cultural! Que éste, al cabo, se integre con las corrientes generales de nuestro mestizaje, fortalecerá a éste y lo confirmará, además, como el signo previsor de lo que serán las sociedades mixtas y migratorias del siglo XXI; poseemos esa ventaja. Podemos confiar en que de nuestra diversidad respetada nacerá una unidad respetable. La uniformidad conceptual para sociedades heterogéneas nos ha dañado, nos ha retrasado y nos ha impedido aprovechar la experiencia y la sabiduría de las culturas alternativas en el mundo agrario, indígena y ahora, proliferantemente urbano de Latinoamérica. Unidos porque nos enriquecen las diferencias. (Fuentes, 1998)

 

Y Andreas Huyssen nos recuerda:

El museo tiene que seguir trabajando con ese cambio, refinar sus estrategias de acción y ofrecer sus espacios como lugares de contestación y negociación cultural. Es posible, sin embargo, que precisamente ese deseo de llevarlo más allá de la modernidad que escondía sus ambiciones nacionalistas e imperiales tras el velo del universalismo cultural revele, al final, al museo como aquello que también pudo ser siempre, pero que nunca fue en el ambiente de una modernidad restrictiva: una institución genuinamente moderna, un espacio donde las culturas de este mundo se choquen y desplieguen su heterogeneidad, su irreconciabilidad incluso, donde se entrecrucen, hibridicen y convivan en la mirada y la memoria del espectador. (Huyssen, 1995: 44, 45, 46, 74 ).

 

En síntesis, una geografía que nos permita rebasar las tradicionales fronteras del adentro y del afuera, del saber y la ignorancia, de las disciplinas en sus estrechos límites, para permitirnos de esta forma iniciar, y en un parpadeo, en un instante, culminar ese viaje por países lejanos, por islas fascinantes, por ciudades llenas de pasado y de historia, pero en el fondo darnos cuenta de que en ese parpadeo lo que hemos hecho es iniciar y culminar ese viaje a bordo de nosotros mismos.

 

Referencias bibliográficas:

Calabrese, Omar. "En busca de un público mixto". En: La metamorfosis de la mirada. Ed Frónesis. Universitat de Valencia. Ed. Cátedra 2003. Ponencia presentada en el seminario El laberinto de la mirada. Semiótica y Museo, en Bilbao.

 

De Maistre Xavier, Viaje alrededor de mi habitación. Editorial el Funambulista. Madrid, 2007.

 

Diccionario de Autoridades. 1734.

 

Duncan Cameron, “The Museum, a Temple or the Forum”, en Curator, vol. 14,. núm. 1, 1971, 11-24. Reproducido en Anderson, Gail, Reinventing the museum. Historical and Contemporary Perspectives on the Paradigm Shift. Altamira Press. 2004. Pag 61.

 

Fuentes, Carlos. Prólogo a PNUD, Educación, la agenda del siglo XXI. PNUD, Bogotá. 1998.

 

Huyssen, Andreas. "Escapar de la Amnesia: el Museo como Medio de Masas". El Paseante. Siruela. Madrid. 1995, p. 56- 79.

 

Revista de Occidente. El museo, historia, memoria, olvido. Febrero de 1996, No 177.

 

Ubiratán D’Ambrosio. Transdisciplinaridade. Editora Palas Athenea. Sao Paulo. 1997.

 

Zalamea Borda Eduardo, Cuatro años a bordo de mí mismo. Diario de los cinco sentidos. Editorial Bedout. Medellín, 1970.

 

Zavala Lauro, Silva Maria de la Paz, Francisco Villaseñor. Posibilidades y límites de la comunicación museográfica. Universidad Nacional Autónoma de México. México D.F. 1983.

 

Zunzunegui, Santos. Metamorfosis de la mirada. Museo y semiótica. Frónesis. Cátedra Universitat da Valecia. Madrid, 2003.

 

 

 

 


 

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